El fantasma de Benedict

Recientemente he estado recopilando cantidades ridículas de anime con el que llenar un flamante y atractivo disco duro de 8 teras que estaba de oferta. Compartí una imagen por Twitter hace años, ésta concretamente:

…pero la realidad de lo que he recopilado requeriría unas cuantas imágenes más:

En fin, tengo un problema.

La cuestión es que estoy planeando realizar una inmersión masiva en los inicios del videojuego japonés y elaborar algún tipo de desarrollo cronológico de las obras más llamativas e importantes. Algo parecido al proyecto 50 Years of Text Games de Aaron A. Reed, pero aplicado a juegos japoneses. La cosa es que sigo sin controlar bien el japonés escrito y no tengo ni idea si haré un trabajo general o me concentraré en franquicias u obras específicas como hice con Castlevania. Lo único que sé ahora es que necesito familiarizarme lo máximo posible con la cultura popular japonesa. La razón por la que me estoy centrando tanto ahora mismo en animación (aunque también hay alguna película de imagen real) es porque hay una conexión ineludible entre el auge de la animación y el cómic japonés y la explosión del ordenador de los años ochenta, y estudiar ambas producciones me parecía adecuado para entender los inicios del videojuego nipón. En resumidas cuentas, me interesa hacer una retrospectiva general de los inicios del videojuego japonés y, por el camino, espero entender lo que llevó a algunos a convertirse en las obras germinales que son ahora.

Lo que estoy haciendo es lo mismo que se lleva haciendo desde el principio de los tiempos de la crítica cultural, por lo menos hasta donde puedo leer. Ya fuera por «resaltar lo mejor de cada cultura», como argumentaría Mathew Arnold, como por motivos más universalistas, el proceso de investigación ha sido relativamente el mismo desde el siglo XIX hasta la actualidad: emplear el método científico para analizar muestras amplias de expresión humana (ya sea simbólica o material) y esperar establecer con ello patrones de forma y comportamiento que revelen algunas verdades esenciales sobre el carácter humano. La investigación moderna es menos ambiciosa y arrogante que la que se intentaba a principios del siglo XX (ya no hay tantos esfuerzos por reducir la totalidad de una cultura a un solo mito), pero la tentación de los patrones siempre está ahí, acechando, lista para servir de plantilla a generadores de contenido.

Uno de los lugares donde más se mantiene esa tentación, y donde aún se practica en la actualidad, es en los estudios de área, y específicamente los que tratan de Japón. Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, esta particular región del mundo ha sido objeto de fascinación para antropólogos acostumbrados a describir sociedades primitivas y que se encontraban incapacitados para hablar de ella con los mismos métodos. Así que, para solventar esta laguna que surgía cada vez que intentábamos tratar Japón, empezamos una larga y dilatada trayectoria de elaboraciones teóricas que tratan de delimitar el trabajo a una selección lo más lógica posible. Obviamente ha habido mucha labor productiva en esta área, pero una cosa que creo poder afirmar sin tapujos es que la tendencia a valerse de estos marcos ha llevado a algunes investigadores a caer en una trampa ontológica que me gusta llamar fantasma de Benedict.

Ruth Benedict era una antropóloga cultural y folklorista con una trayectoria académica fascinante. Enfrentándose desde muy pronto a tensiones departamentales sufridas por una administración conservadora y reacia a nuevas vías, destacó por una línea de trabajo que entendía a las sociedades como, ante todo, reflejos maximizado de los atributos personales de sus individuos. Dicho de otra forma, lo que su propuesta de trabajo predicaba era que los valores, instituciones y rituales de una cultura específica podían trazarse si se identificaban los rasgos y comportamientos que aquella sociedad valoraba como esenciales, en vez de abstraerlos hacia esquemas culturales prescriptivos. Benedict aplicó su esquema teórico a numerosas culturas nativo-americanas antes de recibir el encargo de estudiar Japón por parte de la Oficina de Información de la Guerra de los USA, y en todos ellos se valió de esquemas nietzscheanos que posicionaban los rasgos humanos en un espectro de comportamiento universal. En cierto modo, su análisis puede interpretarse como una alternativa a la tendencia dominante en la época de aplicar los modelos de Freud y Jung, que tendían a concebir las sociedades como un producto de represiones o inconsciencias colectivas. Su método, por contraste, es más externalista, en el sentido de que da más importancia a lo que los sujetos hacen y a las justificaciones de por qué lo hacen que a lo que sus actos puedan significar o estar reprimiendo. Su perspectiva antropológica hace de sus sujetos entes activos en la construcción de su propia realidad, pero también los hace esclavos de un modelo social consensuado que, a la larga, acaba obligándoles a posicionarse con respecto a ella.

Teniendo en cuenta estas influencias y desarrollos, se entiende que su estudio de la sociedad japonesa, El Crisantemo y la Espada, se planteara desde el principio como un intento por desentrañar la «mente japonesa», de averiguar lo que hacía funcionar a este imperio conquistado y, por el camino, descubrir cual sería la mejor manera de abordarlos si las relaciones japo-americanas habían de consolidarse en el futuro. Su decisión de situar a Japón en un espectro de «culturas de culpa» y «culturas de vergüenza» es una extensión lógica de la división entre culturas apolíneas y dionisíacas que filosofara Nietzche. Mientras que las culturas occidentales o fuertemente influenciadas por tradiciones abrahamánicas están influenciadas por una «cultura de la culpa» que utiliza el remordimiento como principal elemento cohesionador, «culturas de la vergüenza» como la nipona recurren a la humillación pública y al miedo a ser juzgade ante los demás. Sus evocaciones constantes hacia una especie de sujeto primordial nipón, que se presenta de una manera ante los demás pero actúa de forma completamente distinta cuando está solo o rodeado de seres queridos, no difiere tanto de trabajos coetáneos como The Arab Mind o The Jewish Mind (hay un solapamiento fascinante entre los estudios de la sociedad japonesa con los de las sociedades de Oriente Medio), pero es importante indicar que el texto evita singularizar los comportamientos que registra como propios de una forma de ser exclusivamente nipona.

No es de extrañar que a pesar de lo llovido y la cantidad de correcciones, críticas e imprecaciones dirigidas a la obra de Ruth Benedict, aún se siga referenciando y hablando de este libro para hablar de Japón. Benedict es a los estudios de cultura japonesa lo que Johan Huizinga es a los estudios del juego: un componente esencial de la disciplina sin la cual no se podría entender el lugar que ocupa hoy en día, pero del que actualmente parece que pasamos más tiempo refutando que alabando. Todas las figuras importantes del estudio de la sociedad japonesa, desde expertos en temas japoneses (nihonjinron en su idioma original) como Takeo Doi y Nakane Chie, hasta expertos en cultura material nipona como Susan Napier, Dolores Martínez y Anne Allison, derivan o surgen de una forma u otra de este trabajo, y la disciplina que propició. El número de investigadores se ha disparado, el número de perspectivas ha explotado en variedad, y aún seguimos hablando del impacto que ha tenido este trabajo. Podríamos quedarnos en este factor y agradecer que una figura ejemplar como Benedict encabezara un ámbito de estudio tan importante y al mismo tiempo tan delicado. Pero por desgracia, tenemos que hablar de las maneras en que el molde teórico empleado en El Crisantemo y la Espada se ha empleado, en más de una ocasión, para argumentar la existencia de una división insuperable entre el sujeto japonés y, no ya los de otras sociedades industrializadas, sino de la humanidad en su conjunto.

Japón se ha tendido a explicar a lo largo de las décadas mediante todo tipo de entelequias improvisadas y apresuradas. En los ochenta se hablaba de «Teoría Z» para explicar la manera aparentemente única con la que las empresas japonesas motivaban a sus empleados para superar a sus competidores. En los noventa se habló del «Efecto Galápagos» para justificar el motivo por el que los entonces nacientes móviles no conseguían salir del archipiélago. Y en 2006 Thomas Lamarre habló del «animetismo» para explicar por qué la animación japonesa había conseguido, con los años, desarrollar un particular lenguaje expresivo que lo distinguía de la animación procedente de Disney, Warner Brothers y Hannah-Barbera. Todas estas expresiones destacan por su temporalidad, por su aplicación intermitente, por explicar cosas en el momento pero teniendo problemas para adaptarse más allá de su década de origen. Otras expresiones han tenido más duración, pero en muchos casos ha sido gracias a movimientos seculares que han aprendido a darles uso en ámbitos profanos. En este terreno han tenido mucho éxito numeroses autores japoneses, y aunque se citan a menudo en journals académicos, la influencia de trabajos como el de Takeo Doi, Nakane Chie, Saito Tamaki y Azuma Hiroki se percibe más en las calles que en las clases. Un aspecto interesante es que su influencia es indirecta y rara vez directa: a día de hoy casi todes sabemos lo que es une hikkikomori, pero no todes se han parado a leer Adolescence Without End; tenemos una idea más o menos general de lo que significa ser otaku, pero no hemos estudiado a fondo la descripción ofrecida por Azuma en el libro del mismo nombre; y todes tenemos en la cabeza estereotipos más o menos consolidados de lo que significa ser japonés, vivir en Japón o incluso poseer valores esencialmente japoneses, pero no hemos oído hablar de conceptos como el de amae, de sociedad vertical o de cultura de la vergüenza. Pero son expresiones que calzan muy bien con estas imágenes e ideas preconcebidas que hemos absorbido acríticamente con los años, que hemos aprendido a reconocer y aislar como propias de un significante específico, y que hemos reproducido sin parar incluso cuando somos conscientes de las cargas que contienen. En otras palabras, les investigadores hemos conseguido crear, tanto dentro como fuera de Japón, una narrativa sobre lo que significa ser nihonjin que ahora cuesta muchísimo de superar.

En los estudios del videojuego hemos tenido un repunte reciente de este fenómeno, y ha sido con el intento de acuñar la palabra geemu para hablar del perfil específico que el videojuego adquiere cuando circula en torno a los game center, las calles y casas de Japón. Es un término, como cualquier otro, que creo que puede tener aplicaciones interesantes y productivas para ayudarnos a conocer mejor su sociedad. Pero tengo miedo de que empiece a usarse de forma interesada para fomentar discursos exotizantes que contribuyan a distanciarnos de la realidad material de estos productos; que la gente empiece a decir falsedades como que es imposible entender el fenómeno de las novelas visuales si no sabes japonés ni vives en Japón, o a soltar barbaridades como que Japón es el único país que produce juegos pornográficos. Tanto si estas afirmaciones se hacen para argumentar que «Japón es demasiado diferente como para que debamos juzgarla con nuestros estándares» como para decir que «en realidad Japón está muy atrasada en según qué cuestiones,» el problema sigue siendo que recurramos a esencialismos facilones. Ahora mismo, mis temores son afortunadamente más hipotéticos que específicos, pero temo el día en que la gente empiece a apropiarse de este vocabulario para justificar sus guerras culturales acabemos volviendo a una situación como la de finales de los 2000, en la que se desmerecieron multitud de juegos japoneses y se los tildó de «raros», «incomprensibles» o «anticuados».

Toda esta ansiedad que tengo se la estoy haciendo cargar injustamente a esta investigadora y su trabajo pionero, que ayudó a establecer unas relaciones duraderas entre Japón y Estados Unidos, que permitió a numerosos estudiantes de entonces plantearse un nacionalismo que no contara con el incómodo legado del imperialismo, y que permitió al gobierno construir una imagen de sí mismo que abrazaba tradicionalismo y modernidad a la vez. Soy consciente de que muchos de estos problemas son muy académicos, y que la mayoría de las veces no tienen que ver con videojuegos. Como diría Edward Said, la danza del orientalismo la llevamos bailando tanto tiempo que hemos olvidado quién la empezó y por qué, y a día de hoy parece que nuestra única opción es reaccionar cuando sucede e impedir que se propague. En lo que a videojuego se refiere, estamos haciendo un esfuerzo por recuperar lo que debería haberse hecho hace décadas y conocer más a fondo al geemu de entonces y de ahora, pero temo que por el camino hayamos incubado prejuicios que sólo un salto generacional podrá romper del todo.

Imagino que la respuesta a este problema, como la que se viene dando en tantas otras disciplinas de raigambre, es evitar culpar al jugadore y dirigir la rabia hacia el juego. Está bien admitir que los trabajos sobre Asia Oriental son usados en varias ocasiones para fomentar un espíritu de conformismo y para aupar la agenda de algunos políticos y gestores culturales sin escrúpulos, pero al final del día, el conocimiento no deja de ser conocimiento, y seguro que toda esta letra acaba sirviendo a alguien de alguna forma. Hay un poco de ignorancia voluntaria en este ejercicio mental, de querer escurrir el bulto a las consecuencias materiales que nuestro trabajo aparentemente espiritual provoca en nuestro entorno, y no quiero convertirme en uno de esos académicos que se pasan la mayor parte del tiempo diciendo que su trabajo es absolutamente objetivo y políticamente neutral.

Es importante admitir, y enseñar a estudiantes noveles, el peso que todas estas aplicaciones de toda nuestra elaboración teórica han tenido en el mundo. Más que nada, creo que es importante decirles que, si se van a poner a hablar de Japón, ya sea porque les atrae la gastronomía o porque prefieren los JRPGs al RPG tradicional, están enrolándose en una contienda dialéctica de la que jamás podrán desertar. Hace un par de años dije, un poco a cascoporro, que Japón es ese lugar que quiere decir lo que nosotres queramos cuando queramos, y eso es cierto tanto si eres un gaijin obsesionado con su cultura como si eres une native preocupade por la imagen que tus políticos dan de ti. Lo bueno de esa frase es que puede ser verdad: Japón puede representar cosas verdaderamente positivas, transformadoras, incluso revolucionarias, si se la observa desde cierto punto de vista, aunque por el camino debemos asegurarnos de contar contar y aupar voces japonesas (a fin de cuentas, son las depositarias de esas imágenes). Lo malo que entraña es que cualquier voz lo bastante interesada en servir a una causa personal puede retorcer al país hasta que acabe significando lo que más le convenga cuando le vaya mejor. A día de hoy, contamos con el murmullo constante de la derecha alternativa y el Netouyo por hacer del otaku estandarte de un neo-imperialismo pedofílico, y a dinosaurios del fascismo japonés como el Nippon Kaigi (del que el ex-primer ministro Shinzo Abe es distinguido miembro) tratando de utilizarlos para continuar su agenda militarista y antidemocrática. En lo que a mí respecta, creo que una de mis mayores frustraciones a la hora de hablar de juegos japoneses es la falta de atención que se le dedica al contexto ideológico de su consumo y producción. Y aunque hablar de ello puede arruinar nuestra experiencia o incluso percepción de viejas glorias del mundo de los videojuegos, creo que aparentar que las imágenes que circulan por algunas de las franquicias más populares de Japón no son vehículos idóneos de la derecha resulta un acto de cobardía imperdonable.

Por eso creo que me disgustan las conclusiones de artículos como el de Álvaro Arbonés sobre la Netouyo. Aunque es cierto que hace un trabajo impecable dando a conocer algunos de los elementos clave del movimiento, creo que su conclusión final sobre estas figuras y su asociación con la cultura popular es un intento bastante pobre de echar el freno y dar marcha atrás. Porque no importa lo mucho que insistas en que «la clave no es el anime» si al final te tienes que valer del anime para explicar estos movimientos. Por muy poco conectado que se haye lo otaku con lo político (y permíteme que lo dude), los valores propiciados por estos animes y geemu son muy reales y tienen una dimensión material innegable, tanto si consisten en que la gente compre más cartas de KanColle como que se enrolen en la marina. El anime es político, más allá de la intención de cualquier autore, y el geemu, por fuerza, también lo es. Imbricado en su propio lenguaje, en su propio código, se halla una manera de hablar del mundo y expresar la realidad que encierra valores sobre cómo ha de ser aquella realidad. Y creo que, en vez de perder el tiempo discutiendo sobre si una pieza u otra resulta más cercana a nuestras sensibilidades o nos situa en un grado u otro en el posicionamiento ideológico, haríamos mucho mejor reconociendo que somos individuos sujetos a contradicciones y que en nosotres cabe tanto el potencial para creer en las mejores causas como para defender las peores. Ni nuestros trasfondos ni nuestras inclinaciones van a impedir que a veces, más de las que nos gusta admitir, nos sintamos atraídos hacia formas de ver el mundo que no casan en absoluto con las que intentamos hacer realidad. Y es posible que los juegos (y aquí incluyo tanto los hechos aquí como los nipones) nos atraigan por razones que vayan mucho más allá de nuestra intención de voto.

En respuesta final al texto de Arbonés, y como colofón a este texto, resumo lo siguiente: sí, la clave es el anime. Y también el geemu. Porque de igual modo que en el anime hay potencial para el avance, también lo hay para el retroceso. Y quizá vaya siendo hora de reconocerlo de una vez y empezar a hablar de los geemu y de todas estas obras con la dimensionalidad y ambigüedad que se merecen, y que dejemos todo el rato de intentar salvarlos de sus consumidores más detestables. John Berger demostró, de forma bastante contundente, que el retrato del óleo encerraba en su esencia las claves de la cosificación de la mujer en la sociedad contemporánea. Jonathan Rosenbaum nos hizo ver que Hollywood se aseguraba tanto de resaltar las películas que quería que viéramos como de oscurecer las que no quería que viéramos. Y Hiromi Mizuno hablaba de cómo el boom del series como Space Battleship Yamato propició una reorientación del deseo de toda una generación por reconfigurar la historia de su país y dotarla de nuevos valores y prioridades, aun si lo hizo reapropiándose de figuras y elementos profundamente conservadores. Creo que podríamos (y deberíamos) hacer lo mismo con los videojuegos.

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